Kimigayo,
literalmente, el Reino de Su
Majestad. Es el himno
oficial japonés desde 1880
en que fué reconocido por la
Casa Imperial, a partir de
la versión de Hiromori
Hayashi.
La letra procede de un tanka
de autor desconocido,
incluída en el Kokinshu,
antología compilada en el
siglo X por Ki no Tsurayuki.
Se ha modificado solamente
el comienzo, de "Waga kimi
wa" a "Kimi ga yo wa", para
adaptarlo al caso.
Japón es un archipiélago formado por unas 1.000
islas, extendidas en forma de arco y bañadas por el Océano
Pacífico y por los mares de Okhotsk, del Japón, de la China
Oriental y de Filipinas.
Honshu es la mayor de todas las islas. Al norte se sitúa
Hokkaido, mientras que al sur se extienden las islas de Shikoku
y Kyushu. De las numerosas islas menores, las más extensas son
Okinawa, en la cadena de las Ryukyu, y Sado, cerca de la costa
norte de Honshu.
El relieve del Japón es montañoso en un 85%. El Monte Fuji, la
montaña más significativa del país, alcanza los 3.776 metros de
altura. En las llanuras se asientan las principales ciudades del
país, como Tokio, la capital del país. Otras ciudades
importantes son Sapporo, en la isla de Hokkaido; Osaka, Yokohama
o Kyoto, en la isla central, o Fukuoka, en la isla Kyushu
La cultura japonesa tiene
una antigüedad de miles de
años. La historia y la
geografía han cincelado el
presente del Japón y lo
seguirán haciendo en el
futuro. La ubicación del
Japón en el extremo más
occidental del Pacífico ha
hecho de éste un país
relativamente remoto y
aislado. El archipiélago
nipón consta de cuatro
grandes islas -Hokkaido,
Honshu, Kyushu y Shikoku- y
más de 1.000 menores.
Como todos los pueblos,
también los japoneses han
sido moldeados por la tierra
y el clima en los que viven.
A lo largo de los siglos,
los japoneses se han servido
de los recursos y la
ubicación geográfica del
país para dar forma a una
civilización muy particular.
Sus estaciones, su paisaje,
su flora y su fauna se
encuentran reflejados en el
rico acervo literario,
artístico y mitológico de la
nación.
Con todo, el Japón nunca ha
estado aislado por completo.
Durante muchos siglos, ha
sido el discípulo más
ardiente de la gran
civilización china. Los
primeros contactos con China
se realizaron a través de
Corea, desde donde pasaron
al Japón elementos
culturales como el
confucianismo, la escritura
china y el budismo.
Característico de la
influencia de la gran
cultura china es el periodo
del arte japonés conocido
con el nombre de Nara, entre
los años 646 y 794. En este
momento, se desarrollaron
con profusión las estatuas
de Buda y la cerámica
adquirió gran importancia
gracias a las nuevas
técnicas importadas.
También China sirvió de
modelo para los templos
budistas del Japón,
consistentes en un complejo
de edificios alrededor de
una pagoda de cinco pisos.
El budismo se instaló en el
Japón coexistiendo con un
culto autóctono: el
sintoísmo. Ambas creencias
han cohabitado de forma
simultánea en los últimos
mil quinientos años,
influyéndose recíprocamente.
El sintoísmo se fundaba en
un sentido de respetuosa
veneración por la belleza de
la naturaleza, erigiéndose
sus santuarios en cascadas o
montañas. Budismo y
sintoísmo han creado una
geografía japonesa de lo
sagrado. Son muchos los
lugares de culto existentes,
como los montes sagrados
Fuji y Koya, o sitios como
Izumo, Miyajima, Nara o Ise
Hace
mucho, mucho tiempo, vivía en el fondo del mar del Japón una
sirena llamada Amara, la esposa del genio del mar. Amara solía
subir a la superficie de las aguas y allí tenderse en alguna
roca desde la que pudiera contemplar la ciudad, a lo lejos. Le
gustaba especialmente hacer esto de noche, cuando las luces de
la ciudad casi eclipsaban a las estrellas del cielo. Envidiaba a
los habitantes de la ciudad que tenían siempre esa luz que no se
encontraba en el fondo del mar, y que además podían sentir en
sus rostros el viento, el sol, la nieve... cosas que a ella le
estaban vetadas. Así, decidió que si ella tenía una hija, no le
privaría de esas sensaciones que ella se había perdido. Poco
tiempo después, este pensamiento se hizo realidad, y la sirena
Amara fue madre de una pequeña y hermosa criatura. Y con gran
dolor de su corazón, pero sintiéndose a la vez satisfecha por
brindarle esa oportunidad a su hija, la trasladó a una montaña
que había cerca de la ciudad, en la que se alzaba un templo. Y
allí la dejó, en las escalinatas del templo, besándola con uno
de esos besos que sólo dan las sirenas y los seres mágicos, que
crean un aura de protección. Abajo, en
el pueblo, vivía un matrimonio que dedicaba su vida a la
elaboración de velas que luego los peregrinos llevarían al
templo. Como fuera que su pequeño negocio iba muy bien,
decidieron ir ellos mismos al templo ese día a agradecerle a su
dios los bienes que les había dado. Así, cogieron dos velas y se
dirigieron hacia el templo, donde hicieron su ofrenda. A la
vuelta, cuál no sería su sorpresa cuando bajando por las
escaleras, creyeron oír un llanto débil. Buscando el origen del
sonido, no tardaron en encontrar a la pequeña recién nacida, y
movidos por la compasión y la responsabilidad, la recogieron.
Cuando le quitaron las mantillas que la envolvían, descubrieron
asombrados que no era como las otras niñas: la mitad inferior de
su cuerpo era como la cola de un pez, recubierto de escamas
brillantes; era una sirena. Así pues, la llamaron Umiko, que
quiere decir "la hija del mar". Pasó el
tiempo, al niña creció y llegó a hacerse una mujer de
extraordinaria belleza. Su piel era suave como el melocotón,
tersa, y sus ojos despedían un fulgor único que recordaba al de
las esmeraldas. Su cabello largo parecía ser amigo del viento,
pues ambos jugueteaban constantemente, y en fin, Umiko
despertaba pasiones entre todo el que la observaba. Ella,
humilde, se sentía incómoda por el efecto que causaba en los
otros, con lo que les pidió a sus padres adoptivos ser quien
fabricara las velas que ellos venderían, porque así no tendría
más contacto con los demás que el estrictamente necesario. Y así
pasó ella a encargarse de esta tarea, añadiendo además a las
velas que hacía hermosos dibujos de pájaros y flores y sobre
todo, paisajes marinos que de algún modo le venían a la mente.
El número de compradores aumentaba sin cesar y además se
extendió el rumor de que esas velas eran eficaces talismanes si
uno quería emprender un viaje en barco.